
Un elogio a la locura y sus posibilidades perpetra Scorsese en su último filme. Para lo cual manipula al espectador con una oferta multidimensional de los estados psíquicos de un agente judicial; Teddy Daniels (Leo Di Caprio) que en principio llega, junto a un subordinado, a la tenebrosa isla para investigar la extraña desaparición de una filicida que escapa del sanatorio maldito sin dejar más rastro que un par de epígrafes misteriosos que preanuncian los estados alterados en que se precipitará el filme.
Y es que probablemente Daniels no sea el gendarme de la locura, sino el prisionero (o el paciente) de su propio infierno personal, o el “conejillo de indias” de un sistema psiquiátrico deudor de los métodos más abyectos importados de la Alemania nazi a Norteamérica, por el macartismo de una época de guerra fría (1954) que el Scorsese se encargará de enfocar con ojo obsesivo, incluso en el cuidado de su horrísono paisaje.
No pretendamos entonces encontrar una explicación plausible ni lineal al drama de Daniels, todos los tiempos son circulares, todos los personajes de algún modo son culpables en profundos espacios donde no medra la lógica ni la cordura. Muy recomendable.
Y es que probablemente Daniels no sea el gendarme de la locura, sino el prisionero (o el paciente) de su propio infierno personal, o el “conejillo de indias” de un sistema psiquiátrico deudor de los métodos más abyectos importados de la Alemania nazi a Norteamérica, por el macartismo de una época de guerra fría (1954) que el Scorsese se encargará de enfocar con ojo obsesivo, incluso en el cuidado de su horrísono paisaje.
No pretendamos entonces encontrar una explicación plausible ni lineal al drama de Daniels, todos los tiempos son circulares, todos los personajes de algún modo son culpables en profundos espacios donde no medra la lógica ni la cordura. Muy recomendable.